«Los inviernos eran más fríos, los veranos más calurosos, las calles más grises. La dicha de los vencidos estaba confiscada. Y los vencidos éramos casi todos.»
Encontré este texto de Antoni Guidal en el epílogo del cómic El invierno del dibujante:
«A finales de los años cincuenta, salíamos poco a poco de un agujero económico, pero continuábamos en la mediocridad social y cotidiana. En la calle, la mirada del perdedor se cruzaba con la prepotente del ganazor, con la anodina del ciudadano común y con la mirada despierta de los niños. Se trataba de sobrevivir; la dignidad nos la habían extirpado salvajemente.”
Inmediatamente recordé esta fotografía de aquí abajo:
No sé por qué, siempre que veo esta imagen de mi abuelo me vienen a la cabeza esas otras de Albert Camus con el pitillo cosido a los labios y el cuello del abrigo levantado.
Amado Figuerola, mi abuelo, ingresó en prisión el 11 de mayo de 1939. Tras un consejo de guerra en su contra, terminó sirviendo a Franco como esclavo primero y como soldado después. Los años centrales de su juventud los empleó combatiendo o pagando por haberlo hecho. No pudo regresar a su casa hasta pasados nueve años desde el inicio de la guerra. Ojalá subirse el cuello del abrigo como hacía Camus le hubiese servido para protegerse de todo aquello.
Cuando mi abuelo volvió a casa, muchas de las personas que amaba ya no estaban. La primera ausencia que hubo de compensar hubo de ser, probablemente, la propia. Aun así -y en esto es donde creo que tuvo un mérito extraordinario- jamás se limitó a explicar su pasado y la guerra que lo había mediatizado como una historia de buenos y malos. Antes de que los que le queríamos sucumbiésemos a la tentación de clasificar a los seres humanos en dos únicos bandos, él se apresuraba a contar la historia de un falangista que había protagonizado gestos repetidos de humanidad o de algún conocido de honradez probada que, sin embargo, había combatido en el bando nacional.
La guerra hace aflorar el infierno del que somos portadores, pero también multiplica el valor de las pequeñas acciones humanas. En las peores circunstancias los actos más sencillos se convierten en excepcionales y adquieren la capadidad de trascender. Mientras amigos y compañeros eran ejecutados o sentenciados a cadena perpetua, mi abuelo obtuvo una condena menor. Ni uno solo de los testigos que prestaron declaración en el juicio lo hizo en su contra. Hubo quien incluso, pese al compromiso que aquello hubiese podido acarrerarle, no tuvo reparos en responder por él.
Mi abuelo, muy marcado por las cosas que había visto en su propio bando, no olvidó la lección. Por eso en su relato no había buenos ni malos. Y si los había nunca estaban concentrados en uno solo de los bandos.