¿Por qué no te vienes?”, dijo Alan Warren, entusiasta de todo lo que tenga que ver con la guerra civil española y especialista en las brigadas internacionales. Hace ya más de un año de eso. Alan ejerce de guía de personas que desean conocer los lugares de la guerra, casi siempre británicos o norteamericanos con ganas de ver los rincones remotos en los que algún familiar cercano luchó una guerra perdida. Por aquellos días esperaba la visita Ray Hoffman, un estadounidense que venía tras los pasos de su padre, voluntario en el Batallón Lincoln. “¿Por qué no te vienes?”, me dijo, al enterarse de que la persona que yo buscaba había participado en la batalla del Alfambra. “Podemos pasar por allí”.
Y así fue como tres personas de edades, nacionalidades e intereses completamente distintos acabamos recorriendo las carreteras secundarias de Teruel a bordo de un mismo coche. Ray aspiraba a entender aquella guerra en la que había luchado su padre y quién sabe si tal vez, algún día, escribir un libro sobre ello. Alan quería aprovechar el viaje para visitar algunos de los lugares mencionados en el diario del conductor de ambulancia James Neugass, descubierto en una librería de lance 60 años después y publicado bajo el título de La guerra es bella. Y yo esperaba que la ruta de ambos pasase por algunos de los pueblos desde los que Joaquín había escrito sus cartas a Enriqueta.
A lo largo de tres días visitamos trincheras, un refugio antiaéreo, un antiguo aeródromo republicano y diversos lugares que habían sido relevantes en el desarrollo de la batalla de Teruel o en los que la XV Brigada Internacional había dejado su huella. La tarde del segundo día, al fin, llegamos al pueblo que ocupaba el lugar prioritario en mi lista: Pancrudo.
Pancrudo es un municipio pequeño, de un centenar de habitantes, que está a 55 km de Teruel. Pese a disponer de un término de 100 kilómetros cuadrados, sus casas se hallan muy próximas entre sí, como si arrimarse unas a otras les permitiese protegerse del frío de los más de 1.200 metros de altitud en los que se asienta. El rastro más evidente de la guerra estaba en la ermita, de la que únicamente habían quedado las paredes -una de ellas, eso sí, con un boquete de grandes dimensiones.
Aquel había sido el último pueblo conocido desde el que Joaquín escribió sus cartas a Enriqueta antes del inicio de la batalla. Todavía hoy no sé bien qué era lo que esperaba encontrar allí. Supongo que ver el lugar que tantas veces había imaginado ayudaba a ubicar mejor a Joaquín en la realidad de su tiempo y a alejarlo de las fantasías del mío. Al mismo tiempo, la sensación al bajar del coche era la de encontrarme en un lugar que antes de hacerse verdad en aquel momento había existido en la ficción.
El último topónimo que Joaquín había escrito en el remite de sus cartas era Las Lomas de Pancrudo, un paraje cercano al pueblo en el que presumiblemente habría estado construyendo trincheras. Tras recorrer la localidad e inspeccionar la ermita, Alan, Ray y yo estacionamos el coche junto a un camino y consultamos el mapa. Las Lomas quedaba exactamente al otro lado de la colina que teníamos delante. Se hacía tarde. Había otros pueblos en la ruta que debíamos completar antes de que anocheciese. Acordamos que me esperarían en el coche mientras subía al punto más alto de aquella loma para al menos ver qué había al otro lado. Luego, nos iríamos al siguiente pueblo.
Subí por la ladera a paso ligero, pensando que me aproximaba a la meta. El terreno era áspero y rocoso; lo único que podía crecer allí eran unos arbustos diminutos que en ningún caso se elevaban más allá de un palmo. A pesar de contar con la ayuda de mapas en papel y en GPS, antes de llegar allí nos habíamos perdido un par de veces. Estábamos en un rincón alejado de una provincia olvidada. Pensé en la inmensa locura colectiva que tuvo que apoderarse de la sociedad para que personas de medio mundo acudiesen a aquel lugar remoto para matarse unos a otros.
Al llegar arriba, ajeno a lo que marcaba el calendario, un viento helado me abofeteó la cara y me registró todos los bolsillos. No había ni un solo árbol. Las piedras parecían ser lo único capaz de crecer allí. Tuve ganas de sacar mi bandera y colocarla en aquel suelo lunar. Al otro lado de la colina se veía una vasta extensión de terreno ondulado, un paisaje árido de tonos marrones a los que solo aportaban colorido algunos campos roturados. Así que allí era. Resguardándose de las temperaturas de hasta 20 bajo cero en el interior de un corral, Joaquín había escrito buena parte de sus cartas desde algún punto indeterminado de aquel paraje. De alguna manera, había ido a buscarle para llevármelo conmigo.