Los trabajos forzados en la dictadura franquista es el título del libro coordinado por José Miguel Gastón y Fernando Mendiola que sirvió como catálogo de la exposición Esclavitud bajo el franquismo: obras y fortificaciones en el Pirineo occidental. Rescato de sus páginas el siguiente párrafo referido al retorno a casa de los hombres que, como mi abuelo, habían sido condenados a trabajos forzados:
“A los años de esclavitud les siguieron más años todavía de silencio, por lo menos en los espacios públicos, de manera que parecía que el tiempo pasado trabajando en cautividad no hubiera siquiera existido. Cuando los presos o prisioneros volvieron a su casa se encontraron con la doble carga del estigma y del silencio. De ninguna manera se recordaba, públicamente, el trabajo realizado; de ninguna manera, tampoco, se podían contar, públicamente, las penalidades sufridas. Su marca de “ex-preso” o de “ex-prisionero” pesó como una losa sobre ellos, plasmándose en múltiples dificultades para encontrar trabajo o llevar una vida tranquila. Ante esto, muchos se refugiaron en la familia o en las amistades más íntimas para contar lo sucedido, mientras que otros, incluso, optaron por el silencio ante los más próximos.”
En efecto, mi abuelo rara vez habló de su paso por los batallones disciplinarios de soldados trabajadores. La familia se contentaba con saber que había estado en diversos campos de concentración y no hacía preguntas. Aquella parte de su pasado resultaba una incógnita sobre la que no deseaba hablar.
Durante los años que he estado escribiendo esta historia me hice con una copia del documento por el que en el año 1995 el Gobierno reconocía que mi abuelo había prestado servicio como comisario de compañía en el ejército republicano y le concedía una pensión por ello. Curiosamente, además del beneficio económico de aquella paga, el papel que el Estado le remitió le concedía otros honores, entre los que figuraba uno completamente inverosímil: el derecho a llevar el uniforme “en los actos militares solemnes” a los que fuese “expresamente invitado”.
Por suerte, jamás fue expresamente invitado a ningún acto solemne, ni civil ni militar. Tampoco creo que le hubiesen quedado ganas de ponerse uniforme alguno.
