“Cuando empezó la guerra faltaban cuatro días para las fiestas. Se hicieron igualmente, pero esos días hubo el primer muerto.”
(Pepe Novellón, Pancrudo)
No sé si puedes hacerte amigo de alguien en un par de horas. Pepe consiguió que lo pensase. Le conocí por una vía insólita: a través de la tele. El programa Aragón en abierto había propuesto hacer un reportaje sobre el proyecto de Las cartas de J. Si viajaba hasta los lugares que mencionaban las cartas, ellos podían montar una pequeña ruta por diversos pueblos y contactar con vecinos en cada uno de ellos. El resultado fue una versión relámpago de viaje que yo planeaba para el futuro. Una mini road movie que concentraba en cuatro horas el recorrido al que yo había previsto dedicar dos semanas.
El primer pueblo de la ruta era Pancrudo, la localidad desde la que Joaquín escribió la última de las cartas que permitían ubicarlo en un punto concreto del frente de Teruel. Nuestro guía allí fue Pepe, un empleado del Ayuntamiento que ama todo lo relacionado con su pueblo y, en particular, aquello que tenga que ver con la memoria histórica. Él nos explicó que la ermita que una semana antes había visitado con Alan Warren y Ray Hoffman fue destruida por los republicanos en su huída. Hasta entonces la habían usado como almacén de víveres y prefirieron prenderle fuego antes que cedérselos al enemigo.
A través de una pista sin asfaltar, Pepe nos condujo hasta Las Lomas, el paraje en el que Joaquín pasó los días previos al ataque de los rebeldes. Al igual que en la visita anterior, al salir del coche nos recibió un viento cortante que prohibía sacar las manos de los bolsillos salvo que hubiese un buen motivo para ello. En su punto más alto, el terreno áspero que rodea el pueblo alcanza los 1.400 metros. Allí la primavera no había llegado todavía.
Las Lomas no es, desde luego, el lugar idóneo para cavar trincheras en pleno invierno. Y no solo por las temperaturas bajo cero ni por el viento que multiplica la potencia del frío: su suelo rocoso constituye un desafío para el más afilado de los picos. Aquel paisaje en el que ni siquiera los arbustos encuentran la forma de crecer hacía venir a la memoria un fragmento de La guerra es bella, de James Neugass, referido a un pueblo cercano:
“El motivo por el que la gente vive en este suelo desarbolado y rocoso es más de lo que puedo imaginar. Los campesinos crean terrazas en las laderas rocosas a cambio de un pobre trigo fino. El suelo también sustenta ovejas. ¿Qué comen los campesinos? ¿De qué se han alimentado en el pasado? Los árabes y los beduinos, a pesar de su falta de techos, son más ricos. ¿Qué crimen cometieron estos campesinos? ¿Cuál es su culpa?”
Sobre aquel suelo de piedra, nuestro guía nos mostró los restos de una de las múltiples trincheras cercanas a Pancrudo, quién sabe si la misma en la que estuvo Joaquín. Las condiciones que los soldados de la 61ª brigada tuvieron que soportar durante semanas, para nosotros se volvieron insoportables en minutos. Además, empezaba a chispear. Volvimos a los coches y nos dirigimos a la siguiente parada.
Mientras estuvieron en aquel rincón de la provincia de Teruel, Joaquín y sus compañeros de armas durmieron en el interior de parideras, construcciones de piedra hechas para albergar a las ovejas. Todavía hoy existen algunas, completamente reformadas.
Para intentar liberarse de los piojos que los acosaban, según cuenta en una de sus cartas, acudían a lavarse a un arroyo entre dos montañas. Nuestro guía tenía claro de qué lugar se trataba.
De pie, en aquel mismo sitio, me pareció que por un segundo superponía mi figura a la de Joaquín. Juntos en el mismo espacio, aquel día solo nos separó algo que ni siquiera estoy seguro de que exista: el tiempo.