Puede que nos desconcertase la inconcreción de la eternidad. Que nos aterrase la idea los hechos se sucediesen sin más, sin que tuviésemos manera de ordenarlos con respecto a nosotros mismos. Quizá por eso inventamos el tiempo. Como complemento de la memoria. Como herramienta imprescindible para fijar nuestros recuerdos.
Armados hasta los dientes de horas, minutos y segundos, hemos pautado el acontecer para poder decirnos en qué parte de él nos encontramos. Nos gusta hacer doble check con la realidad. Grabarla. Fotografiarla. Guardarla en un bolsillo para poder después contemplarnos en ella. Exceptuando el botón de Me gusta, no hay gran diferencia entre un selfie y una pintura rupestre. Se trata en ambos casos de doblar las páginas del tiempo para cuando necesitemos recuperar un pasaje. De sembrar el recorrido de migas de pan a sabiendas de que somos propensos a extraviarnos.
Al final, casi tanto como las imágenes que dejamos, dicen de nosotros el teléfono o el palo con los que las tomamos. Una fotografía, una agenda, un diario… Esa es la forma que tiene para nosotros el hilo de Ariadna. Un vídeo, una placa conmemorativa, un libro de poemas… Objetos a los que transferimos copias de seguridad de nuestra memoria. Señales que vamos insertando en el acontecer para que luego nosotros mismos o los que vienen detrás podamos pasarnos el resto de la vida interpretándolas. De eso trata, sobre todo, el libro con el que he estado peleando durante los últimos años. De la memoria de las cosas.
En el exterior la cosa que hoy en día son las cartas de Joaquín Figuerola, todavía es posible advertir otras señales, además de las que él mismo imprimió en ellas. La superficie de algunos de los sobres que componen el lote alberga unas anotaciones enigmáticas:
4-10
5-10
7-10
Tanto la tinta como la caligrafía con las que está escrita esa serie de dígitos son distintas de las de Joaquín. En algunos casos, la inscripción contiene palabras esclarecedoras:
la e recibido 30-10 17-10
Es así como se vislumbra, por encima de la de Joaquín, la mano de su amada. La otra historia, la que solo el objeto conocía, se hace visible. Con ella, quedan al descubierto las anotaciones con que Enriqueta intentó organizar su correspondencia apuntando en el exterior de cada carta la fecha en que fue escrita y, en ocasiones, también el día en que la recibió. Sus notas escuetas llevan a pensar que a buen seguro en plena guerra el correo no funcionaría con regularidad. Que probablemente recibiría algunas cartas antes que otras escritas con anterioridad y que un porcentaje de ellas no llegaría jamás. Permiten imaginarla esperando noticias, revisando una y otra vez a sus propios códigos para hacer el cálculo exacto de los días que llevaba sin saber de su prometido e intentar adivinar sus movimientos desde entonces. Esos dígitos que podrían pasar desapercibidos son el mejor retrato de una mujer que espera y que sufre. Un testimonio fiel que el objeto recogió de ella y que ahora, con un poco de ayuda, devuelve a la luz.