El proceso de escritura y los propios límites

Joaquín Figuerola, un rostro entre sombras

En una de las casas en las que me crié la ausencia colgaba literalmente de las paredes. El retrato de Joaquín que hay aquí arriba ocupaba un espacio central en el comedor, a la derecha del televisor. En el despacho de mi abuelo había un cuadro de su otro hermano, Antonio. Para los niños que fuimos dejando de serlo en aquel piso de Alcoy, la ausencia de aquellos dos hombres era compañía habitual.

Más o menos por estas fechas se cumplen diez años de mi primer intento de aproximación a la historia de aquel chico que escoltó mi infancia desde su retrato. Como sus cartas originales no están bien escritas y resultan difíciles de leer, hice una tentativa de resumirlas y reescribirlas en un lenguaje más limpio. Pero el proceso de escritura de un libro es también el de exploración de los propios límites. Joaquín era menos Joaquín con sujeto, verbo y predicado y a mí, por desgracia, no se me daba bien la ficción.

El siguiente intento tardaría cinco años en llegar. En otoño de 2008 me propuse respetar hasta la última coma de las cartas originales y no dedicar el relato exclusivamente a la historia de Joaquín. Ya tenía claro que quería escribir un relato periodístico que se leyese como una novela y en el que no hubiese ficción. Llegué a escribir un centenar de páginas y no pude continuar. Con los datos que iba extrayendo de internet, de los libros y de las personas que entrevistaba no alcanzaba para escribir sin inventar. Para averiguar aquello que las cartas no contaban tenía que ir a los archivos de la guerra civil.

Las dos partes del proyecto Las cartas de J.

Han pasado otros cinco años desde entonces y por fin tengo encima de la mesa un manuscrito de 273 páginas al que todavía le quedan incontables horas de revisión. La sensación con la que me siento a trabajar cada vez que encuentro el tiempo sigue siendo la de intentar llevar un poco más allá las fronteras de mis propias limitaciones.

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