La noticia de la guerra civil hizo que en los países de Escandinavia, altamente sensibilizados, se pusiese en marcha una campaña de solidaridad ciudadana semejante a las que se hacen hoy en día cuando se produce una catástrofe en algún lugar del planeta. Con los fondos recaudados en Noruega y en Suecia se decidió crear un hospital para acoger a heridos de guerra del bando republicano. El lugar elegido para ello fue Alcoy. Ignoro cuál fue, por ejemplo, la reacción de mi abuelo al ver desembarcar en su ciudad la comitiva de médicos y enfermeras nórdicos que pusieron en marcha el llamado Hospital Sueco-Noruego y lo mantuvieron durante sus seis primeros meses de existencia. Lo que sí sé es que en aquel momento no se hubiese imaginado que el edificio que albergó el centro hospitalario se convertiría, una vez terminada la guerra, en la cárcel a la que irían a parar sus huesos y los de su padre.
La historia de ese hospital ha sido rescatada del olvido por el historiador Àngel Beneito Lloris. Su último libro hasta la fecha, A Hospital for Spain! Scandinavian Solidarity in a Time of Civil War, que firma junto al sociólogo Jon Olav Myklebust, ha sido editado en inglés gracias al interés de una universidad noruega. A la espera de que en los próximos meses vea la luz la versión en castellano, me he permitido improvisar una traducción de uno de los textos que incluye el libro: el escrito por el doctor Gunnar Finsen, uno de los médicos del centro. Las razones se pueden reducir a dos: una, porque me parece muy curioso saber con qué ojos miraba una persona que llegaba desde un lugar tan alejado en el espacio y en el tiempo; y dos, porque aunque no lo haga directamente, el texto habla de mi abuelo y de su hermano Joaquín, de los padres y abuelos de muchos de nosotros, de los chicos a los que la guerra sorprendió en el lado republicano y con el puño en alto:
«No imaginarías una cuadrilla de chicos más amable que esos milicianos españoles, y eso que habían pasado por el sufrimiento más increíble. Sus edades abarcaban de los 16 a los 50 y eran de todos los rincones de España. Muchos de los que venían de provincias que habían sido tomadas por Franco tenían padres y hermanos que habían sido ejecutados por el enemigo tras capturarlos con un arma entre las manos. Muchos de los soldados eran pequeños y frágiles y claramente acarreaban las marcas de pertenecer a los estratos sociales más bajos. Durante los primeros y agitados días del conflicto se habían unido bajo las pancartas para luchar por su libertad y solo unos pocos habían sostenido alguna vez un rifle entre sus manos. Alguien les dio una pistola y un puñado de balas y se les soltó ante el enemigo sin un plan ni nadie que los liderara. Más adelante, les dieron un poco más de equipamiento: un plato de hojalata con un asa que se colgaron del cinturón, una bandolera con tres bolsas de balas y, si tenían suerte, una manta fina que abrigaba más o menos lo que un trapo y que compartían entre varios hombres en un intento de protegerse unos a otros contra el crudo invierno de las llanuras castellanas. Frente al enemigo cometían todos los errores que un soldado puede cometer, excepto el de mostrar cobardía —Dios se apiade de los soldados inexpertos en la guerra moderna— y se dejaban abatir en nombre de una causa en la que creían. Eran humanos de cabo a rabo; algunos de ellos llegaban con heridas a medio curar, luciendo con orgullo (engarzado a un alfiler en su pecho) la bala o la metralla que les había sido extraída y pidiendo ser enviados de nuevo al frente. Otros, con una mirada de terror, rogaban que se les permitiese quedarse más días en el hospital, únicamente para encontrarse con una brutalidad implacable y ser destinados de nuevo al mismo infierno del que acababan de escapar.
A menudo nuestros pacientes no sabían leer ni escribir, pero cuando nos veían sentados en un café, llamaban al camarero y pagaban nuestra cuenta con sus escasas y mal ganadas pesetas. Estaban mal nutridos y habían sido educados de manera pobre, pero cuando se encontraban con las enfermeras o con las fisioterapeutas, se comportaban como los más gentiles de los caballeros. Por hombres como estos, no solo me quito el sombrero; incluso aquel que no sea comunista debe levantarse y elevar su puño cerrado haciendo el saludo del “Frente Rojo”.»
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