El Archivo de Salamanca

Es curioso: la luz del sol tarda más de 8 minutos en llegar a la Tierra. En cambio, a nuestra imaginación le basta una fracción de segundo para cubrir la distancia que nos separa del astro rey. Desde la primera vez que intenté poner por escrito la historia de Joaquín y de Enriqueta -allá por el año 2002- a mi imaginación le había dado tiempo a cubrir infinitas veces la distancia que me separaba a mí del Centro Documental de la Memoria Histórica -el famoso archivo de Salamanca. Cuando en 2009, por fin, pude ir físicamente hasta allí, comprobé que, a diferencia de la luz del sol y de nuestra imaginación, la realidad se desplaza a pie.

Al cabo de dos horas en el centro de referencia para los investigadores de la guerra civil española, ya me había dado cuenta de que la decepción es una fascinación pasada de frenada. Posiblemente porque no tenía ni idea de cómo funciona un archivo, el más famoso de España me pareció un completo desastre. Los fondos no estaban digitalizados, la clasificación de los documentos no parecía haber variado desde la primera posguerra y los instrumentos de búsqueda se reducían a unos índices mecanografiados que era imposible consultar cuando estaban en manos de otro usuario.

En cuanto abrí los primeros legajos, sentí algo parecido al terror: las carpetas que subían desde el almacén eran un auténtico cajón de sastre en el que muchas veces no parecía haber mediado la lógica. Recuerdo haber tenido entre las manos algún documento que no figuraba en los índices y haber sentido estupefacción: ¿Sabrá alguien que este papel está aquí?, me preguntaba.

El archivo que frecuentemente era enarbolado como una bandera por políticos y mucha otra gente que probablemente jamás lo había visitado resultaba poco menos que un caos. Buena parte de sus fondos proceden de los documentos requisados por las tropas de Franco en su avance por la península con la esperanza de que sirviesen para incriminar a todos aquellos que apareciesen mencionados. Como su motivación para conservar las pruebas no era ni mucho menos histórica, tampoco lo fueron sus criterios de clasificación. Los fondos se organizaron de la manera más rápida posible: en función del lugar en que habían sido hallados, sin conceder importancia al hecho de que muchos de los documentos incautados en Valencia y Barcelona se hallasen allí porque los republicanos los habían trasladado con ellos en su retirada. Un error histórico que a lo largo de los 75 años siguientes nadie se molestaría en subsanar.

De no haber sido por las referencias bibliográficas que ya traía anotadas de casa y, sobre todo, por la ayuda de alguno de los excelentes profesionales que trabajan en el centro, hubiese sido imposible encontrar nada útil en los pocos días de los que disponía. Han pasado cuatro años desde entonces y en el Centro Documental de la Memoria Histórica aseguran que en este tiempo ha digitalizado “numerosos fondos”, pero que “todavía son necesarios y útiles inventarios y bases de datos anteriores”. A mí no se me olvida que, después de tanta polémica sobre la propiedad del archivo, los papeles de Salamanca seguían estando en un estado de semiabandono. Solo espero que los que vengan después tengan alguna alternativa que no consista en peinar, uno a uno, todos los legajos sin tener la total seguridad de lo que van a encontrar en cada uno de ellos.

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