Hoy empezamos todos un viaje. Con ese “todos” me refiero a cuantos vamos a bordo de este blog y también a Joaquín. Aunque nos separen más de 70 años el viaje es el mismo o, al menos, tiene las mismas escalas. La diferencia, de entrada, es que está a punto de estallar la guerra y nosotros lo sabemos. A Joaquín, en cambio, le va a tomar por sorpresa, con la vida todavía por armar.
Joaquín Figuerola, el hermano de mi abuelo, es hijo de campesinos y el más humilde de tres hermanos. Gracias a las becas del Estado, Antonio, el mayor, ya es perito y está en trámite de obtener una ingeniería superior en Madrid. Mi abuelo, el más pequeño, también querría que la cultura le facilitase el acceso a la vida moderna y a un trabajo con el que conservar las manos blancas y oler a jabón. Por su parte, Joaquín no ambiciona más que formar una familia y cultivar flores en la casa de la que la familia es arrendataria. De todos modos, no importa tanto ahora aquello que los separa como aquello que los une: los sueños de los tres se van a ver igualmente truncados antes de que termine esta frase y con eso irrumpa la guerra.
De todas las cosas que les va a traer esa guerra que ellos ignoraban y que a nosotros ya nos cansa, la más bella tiene apenas quince años y se llama Enriqueta. Tras la crisis del 29 el padre perdió el trabajo que tenía en Alcoy y la familia decidió probar suerte en la capital. Sin embargo, al producirse la sublevación militar e iniciarse el asedio a Madrid, optan por volver en busca del refugio que proporciona la retaguardia. En esto sí son hermanos: en cuanto se topan con ella, los ojos de Joaquín y los de mi abuelo son incapaces de imaginar otro lugar más bonito sobre el que posarse. Desde el día en que la conocen los dos aman a Enriqueta.
La batalla que se libra es limpia y silenciosa. Por una vez, quien gana es el más tímido. Sencillamente, a ella le gusta más Joaquín. Y a mí, también por esta vez, me gusta que mi abuelo cosechase una derrota. Todo el mundo debería tener alguien en quien pensar. Nadie debería morirse sin haber llegado a escribir cartas de amor.
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